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Ayer, la Argentina envió un mensaje claro e inconfundible. Lejos de las especulaciones y los pronósticos arrogantes, las urnas funcionaron como un termómetro preciso del pulso social, y el diagnóstico es severo para el gobierno nacional. Lo que se midió no fue solo una preferencia partidaria, sino un límite concreto a un proyecto que confundió la desaceleración de una crisis con su solución definitiva.

Como bien señaló en vísperas el propio Federico Sturzenegger, en cualquier país lógico, un gobierno que presume de cifras macroeconómicas en verde ganaría cómodamente. Pero la Argentina, afortunadamente, no es una planilla de Excel. Es un país de carne y hueso, de memoria y dignidad. Los números fríos del IPC, por más alentadores que parezcan tras una herencia hiperinflacionaria, se estrellan contra la realidad tangible de un salario real que no alcanza, de jubilaciones que perdieron valor, de un sistema de salud desfinanciado y de un clima social enrarecido por el agravio constante.

La derrota oficialista desnuda el fracaso de una apuesta política que fue, ante todo, cultural. Se creyó que el hartazgo con el statu quo anterior era sinónimo de una adhesión incondicional a un nuevo dogma, uno construido sobre la base de la confrontación, el insulto (“enano comunista”, “burro eunuco”) y la sistemática agresión a disidentes, artistas, periodistas y sectores vulnerables. Se confundió la necesidad de un cambio con el permiso para instalar un régimen de humillación. El electorado, con su veredicto, ha rectificado ese error de cálculo. La promesa de un “modelo de ajuste con apoyo popular” se reveló como un espejismo. La paciencia de la gente tiene un límite, y ese límite se llama dignidad.

Con este resultado, caen varios mitos de manera estruendosa.

Primero, se desvanece la aura de invencibilidad de Javier Milei. La figura que se presentaba como un líder disruptivo e indiscutible emerge de esta prueba frágil y quebradiza, sometida al escrutinio de una realidad que no se doblega con fanfarronerías.

Segundo, se desmorona el relato de la muerte del peronismo. Lejos de haber sido borrado del mapa político, demuestra una vitalidad sorprendente. Su resurgimiento no es solo mérito propio, sino una consecuencia directa de la gestión del oficialismo. El gobierno, en su empeño por erradicarlo, lo ha regado y fortalecido, demostrando una vez más que es una fuerza que no se elimina por decreto, sino que se integra en cualquier solución viable para el país.

Tercero, se desactiva la ilusión de un cambio cultural que normalizara el sufrimiento. La ciudadanía no estaba dispuesta a “aguantar hasta que drene” en silencio. Exige resultados que se midan en bienestar, no solo en indicadores financieros.

La lección es contundente. El Gobierno debe cambiar, y debe hacerlo rápido. Insistir en el mismo estilo pendenciero, en la misma sordera social y en las mismas políticas que ignoran el daño humano del ajuste no hará más que asegurarle un futuro de extrema conflictividad. La gobernabilidad de los próximos dos años depende de la capacidad de escuchar este mensaje, moderar el tono, construir puentes y entender, de una vez por todas, que en Argentina no hay solución posible sin, o en contra de, una parte mayoritaria de su pueblo. El atajo del autoritarismo discursivo y la confrontación permanente ha demostrado ser un callejón sin salida.

El mensaje de las urnas es simple: “Basta”. Ahora, la pregunta que resuena en el aire político es la misma que se hace la ciudadanía: ¿Y ahora? La pelota, señores del poder, está en su cancha.

Autor: jOSE cHEVEROSKI PARA INFOCALAMUCHITA